Con la cuarentena, la soledad y el silencio son los nuevos habitantes de nuestras ciudades. Caminar entre las calles deshabitadas nos activa el mecanismo de la memoria y la nostalgia nos hace recordar por unos breves instantes, como eran nuestras vidas en las ciudades que alguna vez no tenían descanso.
Hoy más que nunca las ciudades parecen haberse detenido en el tiempo, un tiempo que casi no existe más, en el que las horas ya no importan, la mayoría de nosotros no tenemos que cumplir más con horarios ni reuniones. El gesto mecánico e involuntario de mirar la hora se transforma en un recuerdo de como era la vida antes, como ya no es.
Una vida que dejamos en pausa, suspendida en el aire, pero que sin embargo, continúa sin nosotros allá afuera. Más allá de nuestras ventanas o balcones las iglesias siguen sonando sus campanas, se escucha el rechinar del tram contra los rieles, y los aleteos y cantos de los pájaros que siempre estuvieron tapados por nuestro movimiento vuelven a conquistar el aire.
Pulsos de melancolía y soledad nos golpean cuando miramos por la ventana un mundo que sigue sin nosotros, como inmersos en “Morning sun” de Edward Hopper nos dejamos bañar inmóviles por la luz de los primeros rayos de sol y el aire frio de la mañana. Mientras que la noche parece inmensa, aún más silenciosa como cientos de películas mudas, las ventanas de los edificios se iluminan dejando al descubierto escenas tan cotidianas como intimas.
Las calles de la ciudad están completamente vacías y silenciosas, el solo eco de un ruido lejano resuena entre los callejones y una persona a lo lejos es la única señal de que aún hay vida y no estamos solos. Las metrópolis se han convertido en ciudades fantasma, escenarios de películas apocalípticas, ciudades victimas del abandono, y que nos parecen tan lejanas ya.
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